En los finales de mis años veinte (una infinidad ya), me ocurrió esto: Llevaba viviendo, por aquél entonces, las consecuencias de una elección tomada hacía una década: En la plenitud de los sueños, cuando había cumplido los dieciocho me embarqué y elegí como plan de vuelo la utopía. Sabía que para alcanzarla o al menos rozarla, debía abandonar o mejor dejar a un lado todo aquello que humanamente buscamos en la vida, familia, trabajo, casa, amigos… saqué un billete sin vuelta atrás y volé hacia un destino que me prometía amor universal, me entrenaría para ayudar al más necesitado, y me ofrecería la libertad más absoluta y la hondura de alma más exquisita que cualquier ser humano puede degustar. Sólo tenía que pagar a cambio, como precio de su conquista: elegir cada día la austeridad, la disciplina, la no pertenencia de nada ni de nadie, el silencio y la soledad. La clave para poder avanzar cada paso en esas coordenadas era una buena dosis de alegría y fe … a cambio, mi alma y mis dedos tocarían, al menos, la fantasía de "eso" que nos hace avanzar cada día: la felicidad. Pues bien, viviendo en ese intento apareció por la puerta de entrada un amigo de la infancia, con el que yo había compartido partidas de tenis y paseos en bicicleta, reconozcamos que bien no nos llevábamos, siempre me pareció un creído, sin embargo en aquél encuentro surgió el embelesamiento, su cuerpo de hombre conectó con mi cuerpo de mujer (desde la niñez no nos habíamos visto) y su corazón idealista enamoró platónicamente al mío. A partir de ahí, ese fantasma rondó mi vida durante los siguientes ocho años, en todas sus cartas siempre escribía la misma posdata: “Hasta que no estés conmigo no serás feliz”. Nunca contesté sus escritos, sin embargo él seguía apareciendo en mis noches más vacías y en los momentos en los que mis manos deseaban acariciar. Pasados esos años volvimos a encontrarnos y nuevamente nuestros ojos se reconocieron, hablamos de la eternidad que nos había separado.
Él por entonces vivía en un hospital de África como médico voluntario y yo pasaba de destino en destino por toda la geografía española persiguiendo mi anhelo. Intuíamos que nuestras vidas, seguramente, se vivirían mejor unidas pero no lo podíamos evidenciar hasta que no probáramos la realidad de conocernos en el día a día. Como no estaba dispuesta a perder una sola oportunidad ni prolongar más años lo que probablemente era cuestión de días, me embarqué nuevamente, dejé mi vida de compromiso, mi país, mi lengua, mi trabajo y otra vez a mis amigos… por segunda vez lo dejé todo y me fui al lugar donde ese año él estaba especializándose en medicina tropical, Londres. Ya en Heathrow, con sólo una mirada y en ese espacio condensado de encuentros y despedidas, bastó para darme cuenta de que no era lo que yo quería.- Las percepciones son siempre mutuas y recíprocas sólo, que una de las partes tiene la habilidad de recibirlas antes o definirlas primero y expresarlas, precisamente, para no dilatar en dolor y frustración lo que tu alma es capaz de captar en segundos eternos-. Fue mi elección y la asumí con todas sus consecuencias, al principio lógicamente como pude, está claro que es más fácil vivir un acierto que una derrota… al día siguiente nos despedimos, sin dramas, desde el sentido natural de la realidad. Alquilé una habitación, me busqué la vida en aquél país multicolor, después de un año y con la maleta cargada de aprendizaje y experiencias, regresé a mi patria.
Han pasado casi otros veinte años y esto que acabo de escribir supone una anécdota más en mi vida. Sigo aprendiendo y sacando conclusiones, ninguna de ellas definitivas porque ya en esto no creo, aunque si, por supuesto, son orientativos. Lo importante, creo, es seguir caminando y creer que lo que realmente deseamos sigue estando vivo sólo espera que lo vivamos y acertemos a elegirlo. Únicamente el tiempo es capaz de susurrarnos que aquello que decidimos no vivir fue una sabia alternativa.